
Resulta interesante comprobar cuan cercano en el tiempo y cuan lejano de nuestro conocimiento está - en nuestro propio país - el origen de los delitos sexuales. El proceso de aculturación de las etnias originarias, de desprecio de sus valores y costumbres que continúa oficialmente hasta nuestros días, nos ha privado de una riqueza ideológica que debiera haberse incorporado a nuestro patrimonio cultural, y que sin embargo, hemos perdido.
Graciela Huinao en su notable novela “Desde el fogón de una casa de putas huilliche”, escribe: “Por naturaleza debo dejar claro que en mi mundo mapuche, los términos religiosos occidentales, y en particular el concepto de pecado no existe. Y al tratar de buscar su justificación y razonar sus misterios, debí tener malos maestros en su interpretación, ya que aún sigo sin entenderlos. En mapudungun, el concepto de compraventa de sexo, literalmente no existe”
Con la Conquista, se impuso la violencia sexual a través del rapto de las mujeres aborígenes, aunque la primera víctima fue un varón, Roque Sánchez, mayordomo de Pedro de Valdivia, quien se juntó con la hija de un lonco, porque ella pensó que ese rubio de ojos azules era un dios. Al descubrir que de noche resollaba y tenía latidos en el pecho, se lo comunicó a su progenitor, quien al saber que era un simple mortal, no tardó en enviar un comando. Aturdieron al joven de un macanazo, le abrieron el pecho y le sacaron el corazón, de lo cual resultó una tremenda desmitificación y la inexorable consecuencia: los dioses no tienen corazón.
También en Purén indómito , Diego Arias de Saavedra relata el cautiverio de más de cuatrocientas españolas, raptadas en reciprocidad por los raptos y violaciones de los españoles, que luego “se conformaron con su suerte y les pareció lo feo hermoso y lo asqueroso aliñado, tanto que clamaban por volver al barbarismo, huyendo de los españoles que intentaban el rescate”. El gobernador Alonso García Ramón, que fracasó en el intento de liberación, con disgusto reconoció, en carta a Felipe III: “Certifico a V.M. que es esto en tanta manera, que los soldados españoles son más bárbaros en ello que los propios indios, que ha sido milagro de Dios, conforme a su proceder en la guerra y en la paz, que no los hayan echado de la tierra y degollado muchos años ya”
Cuando don Alonso recorrió sus huestes, comprobó que si no fuera por sus ojos, cabellos rubios y frentes amplias, esos hombres se confundirían con los aborígenes. Cada soldado tenía una o dos criadas y hasta hubo algunos que no se conformó y alcanzó a rodearse de treinta. Y ellas no sólo los mimaban y los obligaban a bañarse a diario, sino también les parían que era un gusto.
En cuanto a los hombres cautivos, el Capitán Francisco Núñez de Pineda y Bascuñán dejó el admirable y verídico testimonio de su experiencia en El cautiverio feliz. Durante su cautiverio le impresionó la libertad de las mozas, que no tenían la preocupación cristiana por la virginidad y el mismo se unió a una mestiza muy bella, hija de una española y del cacique Quilalebo. Casos hubo de cautivos varones que se negaron a abandonar sus reductos a la hora del rescate.
Para explicar estas conductas sociales en términos de nuestro saber occidental, podemos recurrir al llamado Sindrome de Estocolmo, de enamoramiento del cautivo, solamente en el caso de las cautivas españolas, porque la situación inversa, de los cautivos españoles, no tiene una figura correlativa en nuestra teoría. Lo que sí puede afirmarse con certeza es que, en ambos casos, la mirada humanista, desprejuiciada y profundamente vital de los indígenas, primó y pudo revertir, al menos temporalmente, las prescripciones religiosas, castradoras y de obediencia sumisa de la cultura occidental.
De haber aprendido esta lección, nos habíamos ahorrado las chinganas, las ”mozas de toma y daca”, la institución de las “chinas preñadas” por su patrones, el depósito de las mujeres descarriadas en instituciones religiosas, los niños abandonados que obligaron a la creación de las “casas de expósitos” , las “casas de recogimiento” o “de madres vergonzantes” que han seguido hasta el siglo XX, cuando la escritora Teresa Wilms fue encerrada por su familia en el Convento de las Esclavas de la Preciosa Sangre. La Casa de Recogida se hallaba en las faldas del cerro Huelén, por la calle Miraflores. Allí fueron confinadas mujeres catalogadas de mala vida, enamoradas, escandalosas, distraídas, inquietas, relajadas, malentretenidas, a fin de lograr su enmienda. Se transformaría luego, en 1864, en la Casa Correccional, bajo la custodia de las monjas del Buen Pastor.
Toda esta historia, patriarcal y vergonzante, se hubiera podido evitar, junto con la secuela de delitos sexuales que lleva implícita, si hubiéramos incorporado el saber de nuestros antepasados aborígenes a nuestro pensamiento social.
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