sábado, 10 de octubre de 2009

Mercado e ignorancia en la educación


En fecha reciente, el presidente bush ha explicitado lo que todos sabemos, que Chile fue transformado en tiempos de la dictadura en un laboratorio para probar, en carne ajena, la teoría económica de milton friedman y de los chicago boys, que no es otra que la subordinación de la organización social al mercado.

No sabemos si feliz o desgraciadamente, el modelo empieza a crujir de manera amenazante, como siempre, sólo para los esclavos de la galera, porque los ricos, en este país, sorry, in this country, aumentan en un 25% el consumo de suntuarios que incluyen Hammers, Jaguares, Ferraris y otras exquisiteces como relojes de treinta millones de pesos y viajes espaciales por cien millones de pesos la vueltecita por el espacio suborbital, que ya cuenta con más de quince inscritos.

En la presentación que hiciera en estos días el Centro de Investigación Avanzada en Educación de la Universidad de Chile ante la Comisión respectiva del Senado, se presentó evidencia con base científica, de los resultados de este experimento en educación que se hace en Chile. Sin tapujos, el expositor señala que el cambio producido durante el gobierno aciago tuvo como objetivo "orientar la educación al mercado", cambio que, asegura luego, no varía con la eventual promulgación de la LGE.

Como de costumbre, la elaboración teórica de los tanques de pensamiento contratados por el capitalismo mundial, no consideró los factores subjetivos, tan caros para la teoría científica del pensamiento, el materialismo histórico marxista, que los considera como catalizadores sin los cuales la reacción no se produce, como las enzimas sin las cuales la vida es imposible.

Suponiendo ingenuamente que la competencia sería sana (¿?), que mejoraría progresivamente la calidad del servicio educacional y que los padres definirían su opción bajo esta premisa, los resultados muestran que, de calidad, nada, importa más el enriquecimieto de los sostenedores y de opción, menos, porque es la capacidad económica de los padres el factor decisivo en la elección del establecimiento. En otras palabras, la competencia es desleal y los padres se encuentran amarrados de pies y manos si pertenecen al 80% de la población, que carece de los medios mínimos para alcanzar una vida decente.

Pero, más grave aún, es constatar, como la hacen los investigadores, que el modelo educacional pierde el sentido democratizador, el papel de homogeneización social que siempre tuvo en Chile, y que los mayores adultos alcanzamos a disfrutar y adquiere una función de segmentación social más intensa, más pronunciada que la segementación social real, es decir, es el monito mayor fatídico que nos lleva al despeñadero de la incultura y del subdesarrollo (mientras tanto la ministra no pesca ni un resfrío con el remojón y María Música debe irse a otro colegio....serán.....?)

Como corolario para demostrar que la cosa es más grave de lo que parece, el senador Roberto Muñoz Barra, pregunta en esa sesión algo que nunca nadie, ha sabido responderle: ¿Cuáles fueron las razones para cambiar el modelo educacional de impronta pública, de responsabilidad del Estado, como lo es incluso en los países capitalistas europeos y en el propio eeuu, por el sistema subsidiario actual?

Tal parece que el circunspecto senador no lee ni el mercurio y alguien debiera recomendarle algunas claves para el google: "consenso de washington", "reforma estructural", "G.A.T.S.", "desajuste estructural", "A.D.P.I.C.S", "banco mundial", "organización mundial del comercio", "ronda Uruguay", o mejor aún, preguntarle a los que nos metieron el dedo en la boca, menos mal, el expresidente lagos y todos los ministros de educación desde esa fecha hasta el día de hoy, y muy especialmente a la actual sostenedora de la educación ministerial cuyo pasmoso currículo empresarial está resumido en las páginas del Punto Final, el mismo al que el gobierno le niega el avisaje estatal para que desparezca.

Lo terrible sería que, como el senador, tampoco supieran.

El conflicto mapuche y la incultura oficial


Hoy se está en condiciones de explicar el bandolerismo meridional de Italia, como un desesperada resistencia a la acción violenta de transformación de las poblaciones campesinas del sur, en masas proletarias, según las exigencia de una industrialización forzada advertida por la burguesía de la época.

La sanguinaria represión de esta ilegalidad - se hizo uso del ejército y del exterminio de masas - fue la reacción a una violencia que era en todo caso la expresión radical de valores (los de una cultura preindustrial) y de intereses (los ligados a una economía agrícola-pastoril), antagónicos y profundamente conflictivos con los dominantes. La lucha contra el bandolerismo fue pues, una verdadera guerra civil, tanto que durante decenios las regiones del sur fueron sometidas por el ejército y su población se vio afectada por el rigor de la legislación penal militar.

Pues bien, la densidad política de este conflicto fue ocultada por la interpretación criminológica de la época, que estigmatizó el comportamiento ilegal de la masa como biológicamente determinado por un retraso en la evolución de la especie, por lo cual aquella violencia no era violencia de clase sino violencia gratutita de razas inferiores, que en su obrar mostraban ser más similares a las bestias que a los hombres. Su represión se justificó como benéfica obra de civilización.

Massimo Pavarini. Control y dominación. 1983 Siglo Veintiuno Editores.

No está demás recordar que el bandolerismo nace en el siglo XVI, saliendo Europa de la Edad Media hasta llegar al siglo XVIII, en que el industrialismo logra transformar al campesino en obrero y se continua en el siglo XIX. Los gobiernos de Chile lo trasladan hasta el siglo XXI, mediante la represión brutal, genocida, del pueblo mapuche. Leer hace bien.




¿Hay inteligencia en la inteligencia emocional?

Carabineros estrangulando a una estudiante

En Chile pasan cosas sorprendentes, pero de fácil explicación.

¿Cuántos de los que lloraron en las calles por la muerte del general director de carabineros sabían, siquiera, quien ocupaba ese puesto? ¿Cuántos de ellos pasan por alto que la represión policial chilena es una de las más efectivas del mundo, no en contra de la delincuencia, que está en alza, sino contra los ciudadanos que se atreven a usar espacios públicos para expresar opinión en cuestiones esenciales?

Al que se le ocurrió llamarlo el general del pueblo desconoce olímpicamente que la brutal represión de carabineros contra los mapuche, incluidos niños, mujeres y ancianos, fue dirigida por ese mismo hombre de misa diaria, de pastorales del matrimonio y otras elevaciones espirituales; que la represión en contra de los estudiantes y trabajadores, de la cual hemos sido víctimas y testigos directos por la televisión, no es solamente abuso de la fuerza, sino también provocación que da paso a la represión. ¿Quién no sabe que los integrantes de las fuerzas especiales están, no solamente adoctrinados en contra del "enemigo interno", sino que actúan bajo el efecto de drogas estimulantes. ¿Podrá un ciudadano común saber, algún día, si esa droga está institucionalizada, o los más "débiles de carácter" la ingieren por su cuenta para infundirse valor y arrasar con los principios que todo hombre tiene, o debe tener?

Carabineros, perros y gases, contra civiles.


Desde otro ángulo de interpretación un periodista calculaba, a grosso modo, el tamaño de la "familia militar", cuya sola expresión de condolencia basta para alcanzar esas cifras que sorprenden.

Ni las mujeres se salvan (las carabineras, digo)


Lo que da una explicación a lo sucedido parece ser simple, y conocido. La masa popular ha reaccionado con los sentimientos, con el corazón ante la tragedia, sin detenerse en el frío análisis que se requería para catalogar adecuadamente al fallecido. El dolor por la pérdida de seres queridos, magnificada por la prensa, que no tuvo otra fuente de noticia durante estos días, golpeó la emocionalidad y dejó de lado la realidad.


Aplicando los conocimientos aprendidos por la lectura de las escuelas de Panamá, de triste recuerdo.

Bien por quienes lloraron en las calles por el general, porque han actuado como seres humanos sensibles al dolor del otro, sin pensar que nadie llorará por ellos, mal por las consecuencias políticas de ese desahogo, que los políticos sabrán manejar, como siempre. Mal mensaje también para los carabineros represores (que obviamente son una minoría), que verán en ello un respaldo a sus inconductas.

Y lo reemplaza el general gordon, un apellido de prosapia militar nada pacífico.


Una abuela mapuche cargada como un saco de papas.
Y el general del pueblo, ¿dónde estaba?¿qué hizo con esta imagen que recorrió el mundo?

La muerte del general José Bernales.

¿Todos los muertos son buenos?

La historia de este país, más de una vez ha sido tergiversada, y en este momento tenemos la oportunidad de ver como eso ocurre delante de nuestros ojos, a raíz de la trágica muerte del general director de carabineros, José Bernales, en un accidente aéreo en Panamá. Las autoridades lo quieren convertir en una especie de segundo Padre Hurtado o quizás en la reencarnación del santo chileno.

Lo más increíble es cómo quieren presentar su paso por la novena región (región de la Araucanía, región mapuche). Casi todos los analistas que han escrito sobre su carrera en carabineros coinciden en que su desempaño represivo en la novena región fue con lo que hizo mérito y lo que finalmente lo impulsó para integrar el alto mando e incluso para llegar a ser su director. Algunos no han dudado en calificarlo como el "pacificador" de la Araucanía, por desarticular, según ellos, a la Coordinadora Arauco Malleco.

José Bernales "pacificador" de la Araucanía.

Sin lugar a dudas José Bernales al igual que un histórico Cornelio Saavedra, puede ser considerado un "pacificador" de la Araucanía, porque debe ser uno de los más crueles represores que ha tenido que sufrir la Nación Mapuche en los últimos años, o si lo prefieren, bajo la "democracia".

El Estado chileno ha sido condenado internacionalmente por violaciones de los derechos humanos en contra de los mapuche y varias de esas condenas se arrastran desde el paso por la novena región del "pacificador" José Bernales.

¿Todo el país esta conmovido por la muerte de este santo señor?

Según el gobierno, todo el país está conmovido por la muerte de este santo señor. Es difícil creer que esto es lo que sienten los trabajadores forestales, a los que carabineros le asesinaron un compañero de trabajo, Rodrigo Cisternas. O los jóvenes activistas del movimiento mapuche a los que carabineros han asesinado más de un joven, siendo el último el peñi Matías Catrileo. Los estudiantes secundarios y universitarios que hoy están sufriendo la represión, que están siendo apaleados y pateados por carabineros ¿estarán de acuerdo con el gobierno? Los deudores habitacionales ¿También estarán apenados por esta muerte? Se podrían agregar muchas otras organizaciones sociales que han sido violentamente reprimidos por carabineros bajo el mando del hoy fallecido José Bernales.

Nadie se puede alegrar por la muerte de cualquier persona, pero en este caso por lo menos, también es necesario pedir respeto por las familias y compañeros de quienes fueron asesinados o reprimidos por carabineros bajo el mando de este director.
Celso Calfullan
Socialismo Revolucionario

"RED DE ACCION SOCIAL POR LA JUSTICIA AMBIENTAL Y SOCIAL - SANTIAGO"

http://groups.google.com/group/rajasstgo?hl=es.

Defensa de la utopía



Tomás Eloy Martínez

*Discurso ofrecido en el Taller-Seminario Situaciones de crisis en medios impresos, dictado en Santa Fe de Bogotá del 11 al 15 de marzo de 1996.


Hace ya casi cuatro décadas, el 1 de enero de 1953, un joven periodista colombiano desembarcó en Maiquetía, el aeropuerto de Caracas, después de tres años de escribir en Roma sobre los ataques de hipo de Pío XII y de terminar los originales de su segunda novela en el invierno implacable de París. De la mano de dos colegas fraternales entró en Caracas, atravesó el fulgor de las autopistas y se emocionó ante los reflejos malvas que exhalaba el Avila en ese momento del crepúsculo. Antes de que pudiera disipar los sopores del viaje en avión por el Atlántico, fue abandonado en una sala de redacción sin ventanas, iluminada por sucios tubos de neón, donde un hombre flaco, nervioso, con anteojos oscuros, daba órdenes frenéticas y a menudo contradictorias a un par de vascos que se afanaban sobre una mesa de dibujo.


En la mitología que cada quien crea para su uso personal, ése ha sido para mí el instante en que nació en América Latina lo que se conocería después como «nuevo periodismo» o «periodismo literario», y el punto de partida del moderno periodismo cultural. La sala de redacción, ubicada en una casa desvencijada de San Bernardino, pertenecía a la revista semanal Momento. El joven colombiano se llamaba, como tal vez ustedes ya lo han adivinado, Gabriel García Márquez.

Uno de los colegas que le habla dado la bienvenida en Maiquetía era Plinio Apuleyo Mendoza, jefe de redacción de Momento. Quien estaba con él era su hermana Soledad, que más tarde en la vida también dirigiría en este país revistas y suplementos. Aquellos vascos de la mesa de dibujo se llamaban --me han dicho -- Karmele Leizaola y Paul de Garat. Y al hombre de anteojos oscuros, Carlos Ramírez Mac Gregor, se lo conocía entonces en Caracas como «el loco», porque se había echado sobre las espaldas la irresponsable misión de editar una revista donde la realidad se parecía a las novelas.


Esa fundación mítica del periodismo cultural es un apólogo con tantos significados que aún ahora, treinta y siete años después, se puede leer como si fuera una noticia del periódico de mañana. Primero, porque la época en que sucedía esa historia coincidía con el nacimiento de la democracia, que se le había negado a Venezuela durante todo el siglo -- con el fugaz intervalo de la presidencia de Rómulo Gallegos --, y que al fin era conquistada con un alto precio de sangre, torturas, exilios y cárceles. Y también porque en la redacción de Momento confluían hombres de otros rincones de la lengua española, aventados de sus patrias por las desventuras de la persecución política y de las guerras.


Las grandes crónicas de aquellos años fundacionales nacieron al amparo de una realidad que se iba creando a medida que se la escribía. Estaba a punto de secarse el dique de La Mariposa, y en vez de decirlo así, con esas palabras de álgebra, García Márquez inventaba a un personaje que para poder afeitarse en la ciudad sin agua se mojaba la cara con jugo de duraznos.
Se caía a pedazos la dictadura de Marcos Pérez Jiménez, y para no contar la historia como en los telegramas de las agencias de noticias, el joven narrador de La hojarasca explicaba que, a los hombres de la resistencia, «los días les estaban quedando cortos».

Enriquecido por un lenguaje de novela, transfigurado en literatura, el periodismo desplegaba ante los ojos del lector una realidad aún más viva que la del cine. Todo parecía tan nuevo como si, al cabo de un largo olvido, las cosas pudieran ser nombradas por primera vez. ¿De dónde sino de ese instante salió el afán de ir inscribiendo el nombre verdadero de los objetos y las funciones para las que sirven, como se lee en Cien años de soledad?
Si aquellas crónicas revolucionarias fluyeron con naturalidad en la Caracas tempestuosa e incierta de 1958 fue porque había una larga tradición que la hizo posible.

El terreno había sido antes fecundado por José Martí en sus escritos para La Opinión Nacional durante los años de Guzmán Blanco, por los estremecedores relatos de Canudos que Euclides da Cunha compiló en Os Sertoés, por los cronistas apasionados del modernismo -- Rubén Darío, Manuel Gutiérrez Nájera, Julián del Casal -- y por los escritores testigos de la Revolución Mexicana. A esa tradición se incorporaron más tarde los reportajes políticos que César Vallejo escribió para la revista Germinal, las reseñas sobre cine y libros de Jorge Luis Borges, los aguafuertes de Roberto Arlt, los medallones literarios de Alfonso Reyes en La Pluma, los editoriales de Augusto Roa Bastos en El País de Asunción. los cables delirantes que Juan Carlos Onetti escribía para la agencia Reuter, las minuciosas columnas barrocas de Alejo Carpentier y las crónicas sociales del mexicano Salvador Novo.
Todos, absolutamente todos los grandes escritores de América Latina fueron alguna vez periodistas. Y a la inversa: casi todos los grandes periodistas se convirtieron, tarde o temprano, en grandes escritores.

Esa mutua fecundación fue posible porque, para los escritores verdaderos, el periodismo nunca fue un mero modo de ganarse la vida sino un recurso providencial para ganar la vida. En cada una de sus crónicas, aun en aquellas que nacieron bajo él apremio de las horas de cierre, los maestros de la literatura latinoamericana comprometieron el propio ser tan a fondo como en el más decisivo de sus libros. Sabían que, si traicionaban a la palabra hasta en el más anónimo de los boletines de prensa, estaban traicionando lo mejor de sí mismos.

Un hombre no puede dividirse entre el poeta que busca la expresión justa de nueve a doce de la noche y el gacetillero indolente que deja caer las palabras sobre las mesas de redacción como si fueran granos de maíz. El compromiso con la palabra es a tiempo completo, a vida completa. Puede que un periodista convencional no lo piense así. Pero un periodista de veras no tiene otra salida que pensar así. El periodismo no es algo que uno se pone encima a la hora de ir al trabajo. Es algo que duerme con nosotros, que respira y ama con nuestras mismas vísceras y nuestros mismos sentimientos.
Aunque los Estados Unidos han reivindicado para sí la invención o el descubrimiento del periodismo literario, de las factions o de las «novelas de la vida real», como suelen denominarse allí los escritos de Truman Capote, Norman Mailer y Joan Didion, es en América Latina donde nació el género y donde alcanzó su genuina grandeza.

El periodismo encuentra su sistema actual de representación y la verdad de su lenguaje en el momento en que se impone una nueva ética. Según esa ética, el periodista no es un agente pasivo que observa la realidad y la comunica; no es una mera polea de transmisión entre las fuentes y el lector sino, ante todo, una voz a través de la cual se puede pensar la realidad, reconocer las emociones y las tensiones secretas de la realidad, entender el por qué y el para qué y el cómo de las cosas con el deslumbramiento de quien las está viendo por primera vez.

Siempre que las sociedades han estado a punto de cambiar de piel, los primeros síntomas de ese cambio han aparecido en la cultura. Piénsese en las canciones de los Beatles o en las novelas «del camino» de Jack Kerouac y se encontrará prefiguradas en ellas la rebeldía, la avidez mística y el heroísmo anárquico de las dos décadas que siguieron. Piénsese en la soledad escéptica de los personajes que aparecen en las novelas que Raymond Carver o Paul Auster escribieron en los años 80 y se obtendrá un retrato cabal de las reivindicaciones capitalistas de este final de siglo.

En la cultura es posible descubrir los modelos de realidad que se avecinan y que aún no han sido formulados de manera conciente.
Imagínense cuánta responsabilidad entraña dar cuenta de eso. No sería posible cumplir cabalmente con semejante misión si cada quien, ante la hoja o la pantalla en blanco, no se repitiera una vez y otra: «Lo que escribo es lo que soy, y si no soy fiel a mí mismo no puedo ser fiel a quienes me lean». Sólo de esa fidelidad nace la verdad, aunque de esa verdad nacen siempre los riesgos.

Estos son tiempos de dispersión y de desencuentro para la cultura de América Latina. El continente que hasta hace apenas un cuarto de siglo parecía férreamente unido exhibe ahora graves signos de intolerancia e incomunicación.
Desde la metrópoli nos anunciaron que había llegado el fin de la historia -- lo que también significa el fin de las utopías -- y nos vaticinaron una era de bonanza bajo el modelo triunfante del neoliberalismo. La mayoría de nuestros gobiernos democráticos han aceptado ese credo, con la certeza de que las miserias actuales afrontadas por los pueblos latinoamericanos serán compensadas por las abundancias del futuro. «Para que haya menos pobres es necesario que, antes, los ricos sean mucho más ricos», afirma la doctrina neoliberal.

Ese mandato de resignación se asemeja al de las religiones fatalistas: «Para entrar en el reino de los cielos es necesario ser antes humillado y ofendido». Los vaticinios han sido errados, no porque nuestros pueblos sean impacientes o insensatos, sino porque la resignación termina donde empieza la voluntad de sobrevivir.


Es en el orden de la cultura donde el neoliberalismo ha resultado más pernicioso en América Latina. Esperábamos que las consignas de libertad sirvieran para derribar muros, fronteras, y para fortalecer la unidad de nuestras naciones a la sombra de un proyecto de bien común. Por lo contrario, estamos más divididos que nunca: hemos dejado de leernos los unos a los otros, porque las incesantes convulsiones de la realidad y la necesidad imperiosa de sobrevivir en un afuera siempre hostil nos consumen las energías y los sueños.
Hemos dejado de vernos, de oírnos, de conocernos.

El modelo neoliberal ha tornado tan alto el precio de cualquier conocimiento que todo lo que podríamos ser se nos escapa de las manos día tras día. Se han acentuado los nacionalismos, los regionalismos, los fanatismos y todas esas odiosas vallas que tanto empobrecen la condición humana. Somos más débiles como naciones, porque ya no podemos negociar unidos con los poderes de las metrópolis, sino que debemos hacer todo por separado y a espaldas los unos de los otros.

Hubo momentos de la historia en que América Latina alzó la voz como si su inteligencia, sus emociones y su lengua fueran una sola. Cada vez que el continente podía hablar al unísono, despuntaba en la cultura una nueva edad de oro.

Sucedió en las décadas de lucha por la Independencia. Sucedió en los años del primer centenario de las revoluciones nacionales (que fueron también los años de la revolución mexicana), cuando los grandes poetas de América acudían a Buenos Aires para celebrar la inminente grandeza de nuestras naciones; también sucedió en los años 60, cuando la revolución cubana nos encendió el espíritu y La Habana se convirtió en el viento que parecía poner fin a todas las mordazas de la inteligencia. Y también, aunque de un modo más desordenado y clandestino, sucedió en los aciagos 70, cuando las dictaduras militares arrojaron su sombra sobre todos nosotros y sólo la conciencia de que estábamos juntos nos ayudaba a resistir.


Una de las secretas fuerzas del periodismo de buena ley es su capacidad para fortalecerse en la adversidad, para soslayar las censuras y las mordazas, para cantar cuatro verdades y seguir siendo incorruptible e insumiso cuando a su alrededor todos callan, se someten y se corrompen. Se han probado ya las más diversas armas para acallar su voz incómoda: se lo ha reprimido con la prisión, con el cepo, con la hoguera; se lo ha tratado de espantar con bombas a medianoche y asesinatos en el resguardo de las redacciones; se han probado el soborno, la seducción de los premios y de los honores, el hospicio, las amenazas de muerte, el exilio, sin conseguir que el periodismo sepulte o domestique sus verdades.

Una de las últimas estrategias del Poder fue simular indiferencia. Cada vez que el periodismo alzaba su voz, el Poder no oía. La sordera, los desaparecidos y la simulación de ignorancia ante los crímenes del Estado fueron las grandes contribuciones de las dictaduras militares del Cono Sur a la historia política.


Cuando el Poder se declara iletrado, cuando el Poder no lee, la escritura no lo lastima. Algunas democracias neoliberales han asimilado esa lección.
Hasta hace cuatro décadas, las páginas culturales eran el único espacio de libertad en los medios. Los empresarios menos conformistas acuñaron por entonces un precepto que pronto se convirtió en patrón de conducta: según esa regla de oro, los periódicos debían ser independientes en sus informaciones políticas y conservadores en las secciones económicas. Con la cultura se podía ser osado, utópico, rebelde o «de izquierda», como solía decirse entonces.

A la cultura nadie le prestaba demasiada atención. La cultura era la loca de la casa.


El advenimiento de la revolución cubana alteró esos códigos de comportamiento, porque la cultura comenzó a convertirse en un espacio incontrolable de debate político. En el siglo XIX, el Poder podía enmendar o tomar a la ligera los testimonios del periodista. Un ejemplo memorable de ese desdén fue la actitud que asumió el editor del diario La Nación de Buenos Aires, Bartolomé Mitre, cuando José Martí envió desde Estados unidos una crónica sobre las elecciones presidenciales de 1880. Como lo que Martí relataba era un proceso democrático, Mitre neutralizó la información con un título que la negaba como verdad: «Narraciones fantásticas». Inseguro de la eficacia de su advertencia, añadió esta aclaración: «Martí ha querido darnos una prueba del poder creador de su privilegiada imaginación enviándonos una fantasía que, por lo ingenioso del animado y pintoresco del desarrollo escénico, se impone al interés del lector. Solamente a José Martí, el escritor original y siempre nuevo, podría ocurrírsele pintar a un pueblo, en los días adelantados que alcanzamos, entregado a las ridículas funciones electorales...»


En la segunda mitad de este siglo, en cambio, la amplitud y celeridad de los mecanismos informativos impidió que los textos quedaran sometidos a las manipulaciones que padeció Martí. Los escritores entablaron un diálogo de igual a igual con el Poder, y las crónicas de los corresponsales-escritores dejaron de tener la función inocua e inofensiva que se les había adjudicado.
Hacia atrás, a lo largo de todo el pasado, el Poder había podido imponer su voluntad impunemente. La escritura de la historia era, en última instancia, la escritura del Poder.

Cuando la escritura transgredía las conveniencias del Poder, se la suprimía, se la vetaba, se la silenciaba. A sor Juana Inés de la Cruz le vetaron el saber y el decir. Se lo vetaron por mujer, porque una mujer no podía saber. Y se lo vetaron por monja, porque una monja no tenía derecho a decir. A fray Servando Teresa de Mier le prohibieron los sermones y a Simón Rodríguez le censuraron las enseñanzas porque en ambos las palabras eran como una llama sin freno: quemaban todo lo que tocaban. Se les llamó locos, porque la transgresión y el coraje han sido siempre para el Poder lenguajes de locura, como bien lo supieron las Madres de la Plaza de Mayo --«las locas»-- cada vez que alzaron la voz.


No bien la escritura se dio cuenta de que podía entablar un diálogo de igual con el Poder, se multiplicaron las estrategias para cerrarle el camino. En un libro memorable, Idea de la Historia, el filósofo inglés Robin George Collingwood advirtió que «sólo lo que se escribe es histórico», sólo lo que ha sido escrito permanece. En el pasado, bastaba con prohibir o excomulgar: la amenaza del patíbulo garantizaba el silencio de los insumisos. Pero ahora, ¿qué podía hacer el Poder? Se imaginaron diversos recursos: las asfixias económicas, los vetos publicitarios, la suspensión, el cierre o la mera compra de los medios, las coimas, mordidas o palangres, las ofertas de cargos públicos, para citar sólo aquellos recursos que parecen más civilizados.

Una forma sutil y sinuosa de neutralizar el vigor de la palabra fue apagar ese vigor desde su propio nacimiento. Para lograrlo, se incitó al escritor a que descuidara su instrumento. A un escritor que desafina nadie lo lee.
En los tiempos en que Collingwood publicó su Idea de la historia, se dividieron las aguas de la inteligencia. Algunos creadores se declararon impotentes ante la barbarie del poder y partieron al exilio, para salvar la dignidad o, en los casos extremos, para salvar la vida. Es el camino que emprendieron Thomas Mann, Fritz Lang, Bela Bartok, Hermann Broch. Otros inclinaron la cerviz y se entregaron, como parece haber sucedido con Heidegger y con Richard Strauss. Otros supusieron erradamente que debían sacrificar lo que pensaban o callar lo que veían en nombre de un proyecto político superior. A esa tentación cedieron miles de los mejores intelectuales de Occidente, seducidos por los espejismos del «padrecito Stalin», con excepciones tan honrosas y singulares como la de André Gide.

Se creía entonces que era preciso callar en nombre de cierta conveniencia política, de cierto futuro, sin advertir que no hay modo más brutal de enajenar el propio futuro que el silencio, puesto que el silencio siempre acaba convirtiéndose en complicidad.
Es verdad que, en algunos casos, la brutalidad del Poder impone la retórica excluyente del silencio. Para poder hablar después hay que sobrevivir ahora.

Ésa fue la desgarradora alternativa que afrontaron los internados de los campos de concentración, donde quiera existieron esos campos: en Auschwitz, en la isla Dawson, en las «peceras» de Buenos Aires.
¿Enfrentarse al Poder con la certeza de la derrota o fingir resignación ante el Poder para dar luego testimonio de la ignominia? Pero cuando el silencio dura demasiado tiempo, la palabra corre el riesgo de contaminarse, de volverse cómplice. Para hablar hace falta valor, y para tener valor hace falta tener valores. Sin valores, más vale callar.

Hace poco más de diez años, a medida que se iba reconquistando la democracia en Brasil, Uruguay, Argentina, Chile o Bolivia, algunos periodistas pensaron que debían callar los errores de la democracia porque la sombra de las dictaduras militares todavía se alzaba en el horizonte y señalar los tropiezos de algo por lo que tanto se había luchado y que era tan fresco aún, tan inmaduro, equivalía a una traición.

Para cuidar la democracia, se pensaba, era preciso disimular los pasos en falso de la democracia. Y sin embargo, nada es menos democrático que callar. ¿Qué sentido tendría proteger a la democracia privándola de su razón de ser: la libertad de pensar, de expresar, de saber? ¿Para qué queremos la democracia si no nos atrevemos a vivirla?


Hay que cuidar las formas, me repetía un jefe de redacción en el diario donde me inicié cuando era adolescente. Hay que conciliar, me decía, hay que entender el juego del Poder.
Esa fue la primera enseñanza contra la cual me sublevé. Siempre he pensado (y éste es un tema para discutir largamente) que el periodismo no tiene sino dos formas que cuidar: la de su herramienta -- el lenguaje --; y la de su ética, que no responde a otro interés que el de la verdad. No tiene por qué conciliar, con nada ni con nadie.

Su misión es en eso idéntica a la del artista: revelar los abismos y las luces más secretos del hombre, agitar las aguas, estimular la imaginación, provocar el cambio, luchar sin sosiego para que las perezas y los conformismos que adormecen la inteligencia sean derribados con el mismo estrépito liberador que hace tres milenios hizo caer las murallas de Jericó.
Si el periodista concilia, si transa con el Poder, si se vuelve cómplice de la mentira y de la injusticia, no sólo está traicionándose a sí mismo. Traiciona, sobre todo, la fe que el lector ha puesto en él, y con eso destroza el mejor argumento de su legitimidad y el único escudo de su fortaleza.

Entre la misión del artista y la del periodista hay, sin embargo, una diferencia esencial: la naturaleza del diálogo que cada uno de ellos establece con el público. Para el artista, crear pensando sólo en el éxito es algo suicida, porque cuando el arte trata de satisfacer a todo el mundo termina por no satisfacer a nadie. El diálogo entre la obra de arte y el público nace sólo cuando la obra ya está terminada. Hasta ese momento, nada debe contar para el artista: ni la música de los aplausos ni los halagos de lo que está de moda. Lo único que importa en el momento de la creación es la fidelidad del artista a lo que él es.
El periodista, en cambio, está obligado a pensar todo el tiempo en su lector, porque si no supiera cómo es ese lector, ¿de qué manera podría responder a sus preguntas? En el periodista, entonces, hay una alianza de fidelidades: fidelidad a la propia conciencia, fidelidad al lector y fidelidad a la verdad.

El lector es siempre un factor mucho más activo y exigente de lo que algunos empresarios suelen suponer. A la avidez de conocimiento del lector no se la sacia con el escándalo sino con la investigación honesta, no se le aplaca con golpes de efecto sino con la narración de cada hecho dentro de su contexto y de sus antecedentes.
Al lector no se lo distrae con fuegos de artificio o con denuncias estrepitosas que se desvanecen al día siguiente, sino que se lo respeta con la información precisa. Cada vez que un periodista arroja leña en el fuego fatuo del escándalo está apagando con cenizas el fuego genuino de la información.

El periodismo no es un circo para exhibirse, sino un instrumento para pensar, para crear, para ayudar al hombre en su eterno combate por una vida más digna y menos injusta.
Porque, a semejanza del artista, el periodista es también un productor de pensamiento.

En este fin de siglo neoliberal tan orgulloso de sus certezas, tan convencido de que ya hemos llegado al «fin de la historia», la cultura tiene la misión de ver la realidad como una enorme interrogación, como una perpetua duda, y de imaginar el futuro como una incesante utopía. El hombre se ha movido en las oscuridades de la historia a golpes de utopía, y la utopía es lo que ha permitido al hombre seguir teniendo fe en la historia.


En casi cada país de América Latina que he visitado me dicen que estos son los tiempos más difíciles que se han vivido. ¿Alguna vez, sin embargo, nuestros tiempos han sido de otro modo?
Los tiempos difíciles suelen ser aquéllos en que uno se formula las preguntas importantes y en que, para sobrevivir, necesita contestar a esas preguntas lo antes posible. Cuando Atenas produjo las bases de la civilización, afrontaba conflictos políticos y padecía a líderes demagógicos semejantes a muchos de los que hoy se ven por estas latitudes. Y sin embargo, Aristóteles imaginó las premisas de la democracia a partir de los rasgos que tenía entonces Atenas. En el siglo XVII nadie podía imaginar tampoco hacia dónde se encaminaba Inglaterra. Se sucedían las guerras de religión y de conquista, los reyes iban y venían del cadalso, pero del magma de esas convulsiones brotaron las grandes preguntas de la modernidad y las geniales respuestas de Locke, de Hume, de Francis Bacon, de Newton, de Leibniz y de Berkeley. Del caos de aquellos años nacieron las luces de los tres siglos siguientes.

Algo semejante está sucediendo ahora en América Latina. Cuando más afuera de la historia parecemos, más sumidos estamos -- sin embargo -- en el corazón mismo de los grandes procesos de cambio. En tanto periodistas, en tanto intelectuales, nuestro papel, como siempre, es el de testigos. Somos testigos privilegiados. Por eso es tan importante conservar la calma y abrir los ojos: porque somos los sismógrafos de un temblor cuya fuerza viene de los pueblos.
Hacia dónde nos están llevando los vientos de la historia es algo difícil de ver o predecir ahora. Sólo sé que en este confuso filo del milenio, tenemos que ponernos a pensar juntos.

Es preciso renovar las utopías que languidecen en el cansado corazón del hombre. Una de las peores afrentas a la inteligencia humana es que sigamos siendo incapaces (de conciliar) la libertad y la justicia. No me resigno a que se hable de libertad afirmando que para tenerla debemos sacrificar la justicia, ni que se prometa justicia admitiendo que para alcanzarla hay que amordazar la libertad. El hombre, que ha encontrado respuesta para los más complejos enigmas de la naturaleza no puede fracasar ante ese problema de sentido común.


Ya que fue cerca de aquí, en Caracas, donde el periodismo latinoamericano tomó conciencia por primera vez, hace treinta y siete años, de que podíamos narrar el mundo a nuestra manera, con un lenguaje que no se parecía a ningún otro, me parece justo que sea aquí, en Cartagena (donde al fin de cuentas empezó esa historia) donde afirmemos nuestro derecho a reclamar un mundo que no se parezca a ningún otro, y que pongamos nuestra palabra de pie para ayudar a crearlo.

What the (bleep...) do we do...!




La discusión en la Comisión de Salud de la Cámara de Diputados, de los problemas suscitados por la reconstrucción del hospital Dr. Gustavo Fricke, de Viña del Mar, entrega, una vez más, las claves para entender lo que está pasando en salud en Chile, como consecuencia de una reforma en salud que de reforma sólo tiene el nombre, y que nunca – lo advertimos en su momento – tuvo como objetivo mejorar la salud de la población.

Su objetivo era incluso menos que financiero, porque era el de acotar el gasto fiscal en una actividad considerada como no rentable por los rentistas del gran capital. De allí las mejorías de la gestión, la relación costo-beneficio, los tratamientos pautados, los hospitales gerenciados, los hospitales sin camas, el congelamiento de las plantas y las externalizaciones que terminaron por subastar lotes de pacientes al menor postor.


Al inicio de las medidas que fueron introduciendo subrepticiamente las bases de esta reforma meramente financiera exigida por el Banco Mundial, desde el Colegio Médico y desde las bases de la Fenats, hicimos el análisis teórico que prefiguraba este presente, cuya práctica lo confirma fuera ya de toda duda.

Y si estos deplorables resultados se ven ahora, tardíamente, es sólo por el llamado efecto bicicleta de algunos indicadores de salud, que, como la bicicleta, siguen rodando un tiempo después de dejar de pedalear, pero que, como todo efecto, desaparece al desaparecer la causa. También se sabe que la mayor parte de los indicadores de salud no dependen mayormente de los sistemas de atención, porque son dependientes de otros factores de orden más general, como lo son los que determinan el nivel de vida.

Pero, como suele suceder, la realidad ha superado a la fantasía: el impacto de suspender las atenciones a todas las patologías “no AUGE”, suficientemente fundamentado por el Dr Reyes porque la capacidad instalada se agota en las AUGE, ha ido más allá de nuestros peores temores. Una vez más, la prepotencia de desconocer la realidad, de omitir olímpicamente la realimentación, la mirada juiciosa de los efectos de nuestras intervenciones en el medio, abofetea a los imprudentes.

La teoría es hija de la práctica, así como la práctica se vuelve hija de la teoría, en un círculo virtuoso de perfeccionamiento, no en un círculo vicioso de problemas y de estancamiento, como el que se está viviendo, entre otros, también en el sector salud.

El alegato de los representantes de Gobierno que aseguraron que la “descentralización” del país aseguraba que las cosas se podían hacer bien o mal de acuerdo a los gobiernos locales no da respuesta a una realidad demasiado evidente y repetida sistemáticamente en diversas instituciones del sistema público, sean estas la Asistencia Pública, los hospitales San José, El Pino, Félix Bulnes, el de Iquique, el sin camas de no recuerdo donde y finalmente, el Gustavo Fricke, que no admiten explicaciones, sino soluciones y urgentes.


Llevar adelante una Reforma sectorial que no considera el recurso humano ni para su elaboración ni para su funcionamiento es posible porque en este país, campeón de la discriminación, bastan los cerebros que se autoconsideran privilegiados, los lagos, los sandovales y los massad, que nos alumbraron el camino con una vela, mirando con desprecio a quienes desconocíamos los grandes acuerdos del capital internacional, la diferencia entre selectividad y universalidad de las prestaciones, los “paquetes mínimos de salud” adecuados a la pobreza de cada país, el mix público privado, las asimetrías de algunos mercados, los costos de oportunidad y toda una elaboración conceptual que se transforma finalmente en una verdadera agenda oculta que subvierte los valores de la solidaridad para alcanzar el objetivo final: subordinar lo social a lo económico.


Los conceptos propios de la verdadera administración de salud, desarrollados por Chile en momentos de lucidez académica y social, como la pirámide de niveles de atención, los mecanismos de referencia de pacientes, la coordinación entre niveles, el trabajo multisectorial, los sistemas solidarios de financiamiento de las prestaciones, la educación para la salud, la formación racional de especialistas, por nombrar sólo algunos de ellos, están absolutamente ausentes en el actual modelo, que más que modelo, es un verdadero espantajo.


La olla de brujas donde hierven los conceptos del Banco Mundial y de la Organización Mundial del Comercio, los pitutos políticos que se distribuyen, como la mafia, las parcelas de los Servicios de Salud, la corrupción administrativa, las “mochilas” y los concursos brujos, el abuso de poder de las autoridades, el lucro del sistema privado, los intereses de los gremios, revuelto todo por ese silviano señor rudimentario de la economía, emite ya vapores demasiado pestilentes.



¿Quién se beneficia con la actual actitud de la dirección del PC chileno?


Oh...Noooo...! Eso de la izquierda y la derecha unidas


El pacto por omisión fraguado entre la comisión política de nuestro partido y la Concertación, con la venia de la derecha más liberal, ya es un hecho. Entre filtraciones, trascendidos y declaraciones oficiales de lado y lado, ya está claro que los comunistas nos omitiremos en las próximas elecciones municipales en comunas como Santiago y La Florida, entre varias otras, y el oficialismo lo hará supuestamente en otras de nuestro, también supuesto, interés.

Decimos supuesto porque, desde que se iniciaron las negociaciones, las bases del partido no han sido consultadas seriamente. Con el argumento reiterado de que se ha consultado la opinión al partido, las resoluciones se han adoptado entre cuatro paredes, porque se considera inviable hacer opinar al conjunto de los comunistas sobre un tema “que requiere respuestas rápidas” y que los negociadores demuestren que tienen poder para negociar.

Bajo esta modalidad, se repiten las prácticas antidemocráticas que tanto daño han causado al partido, atrapado en el más añejo estilo, ni siquiera estalinista, sino más parecido al de pandilleros de los años 30 y 40 del siglo pasado.


Revista Principios (Chile),
lunes, 16 de junio de 2008.



Era puro leseo, nomás.....

Leer el artículo completo en http://www.piensachile.com

Capitalismo marxista


Un espectro se cierne sobre el mundo: el espectro de la cesantía.


"Mediante la explotación del mercado mundial, la burguesía ha dado un carácter cosmopolita a la producción y al consumo de todos los países. Con gran sentimiento de los reaccionarios, ha quitado a la industria su base nacional. Las antiguas industrias nacionales han sido destruidas y están destruyéndose continuamente. Son suplantadas por nuevas industrias, cuya introducción se convierte en cuestión vital para todas las naciones civilizadas, por industrias que ya no emplean materias primas indígenas, sino materias primas venidas de las más lejanas regiones del mundo, y cuyos productos no sólo se consumen en el propio país, sino en todas las partes del globo. En lugar de las antiguas necesidades, satisfechas con productos nacionales, surgen necesidades nuevas, que reclaman para su satisfacción productos de los países más apartados y de los climas más diversos. En lugar del antiguo aislamiento y la autarquía de las regiones y naciones, se establece un intercambio universal, una interdependencia universal de las naciones. Y esto se refiere tanto a la producción material, como a la intelectual. La producción intelectual de una nación se convierte en patrimonio común de todas. La estrechez y el exclusivismo nacionales resultan de día en día más imposibles; de las numerosas literaturas nacionales y locales se forma una literatura universal."


Carlos Marx y Federico Engels (Manifiesto del Partido Comunista - enero de 1848)


Así como Marx y Engels, a mediados del siglo XIX, identificaron el incipiente proceso de globalización con una connotación claramente positiva al relacionarlo con el patrimonio común de la humanidad, el capitalismo salvaje, una desviación del proceso globalizador, nos lleva ahora de vuelta a las bases de la teoría marxista más ortodoxa.


La distribución equitativa de la riqueza, meta que el socialismo no ha podido lograr en ninguna parte del mundo, está siendo puesta en la mesa de discusión por su peor enemigo, el capital financiero internacional. Para el filósofo comunista francés Georges Gastaud «La globalización capitalista objetivamente genera para la humanidad una solidaridad de destino. El exterminismo, que constituye una tendencia dominante del imperialismo contemporáneo con sus múltiples dimensiones que sobrepasan en mucho el componente militar, hace del capital financiero, que actualmente parasita el conjunto de las actividades humanas, el enemigo común de toda la humanidad.


Esta nueva forma de obtención de riqueza parece ser la responsable de que el trabajo esté siendo reemplazado en su rol de generación de bienes de consumo, bienes cada vez más sofisticados para los sectores de mayores ingresos y producidos por procesos industriales automatizados con mínima ingerencia de los trabajadores.


El trabajo productivo es reemplazado por tareas menores de servicio: porteros, choferes, vigilantes y cuidadores de autos que empiezan a utilizar circuitos cerrados de televisión, sistemas de localización satelital y microcomputadores para sus trabajos de mínimo impacto económico.


El Modelo Neoliberal de Friedman ha generado también nuevas formas de organización del trabajo, que descompone el proceso productivo y lo invisibiliza, al atomizarlo al interior de los hogares, incorporando a la mujer pero generando una informalización que afecta sus derechos laborales al impedir su sindicalización. Esta flexibilidad laboral, exigida por la Iniciativa para las Américas en el año 90, termina por incorporar también a los niños al proceso productivo, afectando el normal desarrollo de la familia en su conjunto.


Para Rosalba Todaro, economista e investigadora del CEM, Centro de Estudios de la Mujer, "El trabajo es, sin dudas, uno de los factores más importantes en la formación de la identidad de los sujetos, en la diferenciación entre los sexos, en la construcción de los géneros y en el establecimiento de jerarquías sociales", a lo que habría que agregar su función de distribución y asignación de los bienes producidos, que el socialismo recoge en su lema al afirmar que, en esta fase,cada cual recibirá según su trabajo.


Si existía concordancia respecto de la necesidad del trabajo y, por ende, de los trabajadores, si el modelo Fordista-Taylorista y luego el Estado Benefactor keynesiano se ocuparon, temporalmente, de su protección (aunque sea por razones que hoy se pueden interpretar como absolutamente funcionales al capital), si el socialismo luchó porque cada cual aportara según su capacidad y recibiera según su trabajo y si el capitalismo sigue fustigando a los trabajadores con el palo y la zanahoria de los despidos y los bonos de desempeño laboral, el comunismo, sin embargo, avizoró un porvenir en el que cada cual, si bien seguiría aportando según sus capacidades, debería recibir según sus necesidades.


En ningún caso la utopía comunista estaba presuponiendo algo tan impensable como que el trabajo desaparecería como actividad humana, pero su lema lo delegó definitivamente a una categoría inferior, tal vez porque la cantidad de trabajo necesaria para los procesos productivos iba a ser ínfima de acuerdo con la mecanización, la robotización y el desarrollo de cerebros artificiales que se utilizarían en el proceso productivo.


Esta fase, de alguna forma, ha llegado, aunque el mecanismo principal de acúmulo de riquezas - que no considera al trabajo en su generación - sea diferente y de una eficiencia jamás antes vista.

Es el juego de las Bolsas de Valores, una ruleta manipulada por un capital tan monstruoso y de crecimiento tan acelerado que su mejor símil es el de un proceso canceroso. Así como el cáncer termina en su propia destrucción al matar al organismo que lo sustenta, es predecible que el capital financiero descontrolado terminará también por dañar gravemente a la sociedad que parasita.


Si el 0.1% de las transacciones bursátiles es capaz de acabar con el hambre del 80% de la humanidad que la sufre, sugerencia que nace de un economista del área capitalista, el Sr. James Tobin, Premio Nobel y asesor económico del Presidente John Kennedy, una propuesta que es recogida como arma de lucha por el movimiento antiglobalización, la Asociación por la Tasa Tobin y la Acción Ciudadana, ATTAC, este consenso permite, por lo menos, cuatro conclusiones no menores:

la primera,que la magnitud de ese capital financiero es realmente monstruosa;
la segunda, que el origen de la pobreza mundial se encuentra en esa acumulación indebida;
la tercera, que los países pobres deben ser protegidos ante los vaivenes de los mercados financieros internacionales;
la cuarta que la humanidad tiene capacidad de autosustento.

"Con un nivel del 0,1%, la tasa Tobin lograría anualmente unos 166 mil millones de dólares, dos veces más que la suma anual necesaria para erradicar la pobreza extrema de aquí al comienzo del próximo siglo"(Editorial del Nº 26, diciembre de 1997, Le Monde Diplomatique, edición española) Es esta editorial de Ignacio Ramonet en "Le Monde Diplomatique" la que recoge la idea de Tobin, iniciando el movimiento de denuncia y de movilización ciudadana en contra de las tasas a las "transacciones especulativas", convertidas luego en "tasa Tobin".


Ante esta respuesta inesperada a su proposición, Tobin declaró que "el aplauso viene del lado equivocado", puesto que él la recomendaba como una forma de evitar medidas proteccionistas de los países pobres ante las macroinversiones, como lo fue el encaje bancario aplicado por Chile hasta hace algunos años.


Pero asistimos a fenómenos nuevos. Observamos el estancamiento del empleo mientras las economías despegan rampantes. Como todo fenómeno social, amerita las más diversas explicaciones locales, que lo atribuyen tanto a la incorporación de sectores pasivos, especialmente femeninos o inmigrantes, como a la transformación del trabajo informal en empleo formal, es decir al intento de satisfacer expectativas individuales excesivas, generadas por una economía sana y en crecimiento.


Sin embargo, la respuesta más lúcida, la explicación más atendible no proviene del mundo de la economía ni de la sociología ni de la política, sino de una novelista y crítica literaria francesa, Viviane Forrester, que instala el debate en el espacio público al constatar que enormes masas de población van quedando marginadas, no ya como consecuencia de la explotación del hombre por el hombre, sino por algo peor, la ausencia de explotación.

Enormes masas que nada producen pero que igual consumen y que se van convirtiendo en una bomba de tiempo de descontento social masivo. ¿Qué hacer con esas masas que han dejado de reclamar pero que molestan con su sola presencia?


En la mirada de Forrester, el mundo regido por los conceptos del trabajo y del desempleo se sigue manteniendo artificialmente mientras se accede en forma subrepticia a un futuro en el que sólo un sector ínfimo, unos pocos, tendrán alguna función.

El horror económico de Forrester está señalando que vivimos la fase terminal del único mundo que hemos conocido y entramos en otro en el que la solidaridad fundada en el respeto será la clave de la supervivencia de la especie humana, incluidos ricos y pobres de este ciclo que termina.


En este nuevo mundo, el humanismo debe expresarse en la solidaridad, en el respeto a la diversidad, en la equidad, en la protección del más débil, y estos conceptos ideales deben transformarse en sus elementos rectores, abandonando su carácter actual de meras expresiones o débiles intentos de buena voluntad en determinados sectores de la sociedad o en determinadas fechas del año.

No más chile solidario, puente, vaca, teletón, coanin, coaniquem, hola andrea, hogar de cristo, un techo para chile y sus equivalentes en todas partes del mundo, no más limosna, en resumen.


Al desaparecer el trabajo en su múltiple dimensión de desarrollo, de distribución de la riqueza, de cohesión social, de utilización y desarrollo de las capacidades físicas, mentales y sociales de cada uno de los individuos, es necesario reemplazarlo con un equivalente de su misma potencia, y en esta búsqueda podemos volver la vista a los pensadores clásicos.


Si bien Carlos Marx encontró el origen de la acumulación del capital en la propiedad de los medios de producción de bienes materiales, y esa aseveración es de vigencia absoluta, no es menos cierto que en la actualidad la riqueza se genera también sin una relación directa, aparente, con los bienes materiales.


De hecho, la Organización Mundial del Comercio, apenas creada el año 1994, amplió el Acuerdo General de Comercio y Tasas Arancelarias G.A.T.T, al G.A.T.S, de Comercio con los Servicios, abriendo un amplio campo de operaciones al capital financiero - constreñido hasta ese momento - por el comercio con las mercancías. La tercera área de trabajo de la O.M.C, es A.D.P.I.C, (Aspectos de la Propiedad Intelectual en el Comercio), creada en la misma fecha y destinada a cumplir iguales objetivos de comercio con intangibles.

Según la Comisión Europea, más de un tercio del crecimiento económico de los EE.UU. en los últimos cinco años tiene su origen en este comercio con los servicios. Sin embargo, en su forma más extrema, el acúmulo de capital es meramente especulativo, financiero, mediante colocaciones en las Bolsas de Comercio mundiales durante períodos tan prolongados como lo sea la bonanza económica local, sin mecanismos de protección, sin encajes bancarios, son "capitales golondrina" protegidos por políticas de libre acceso al capital extranjero, tal como las exigiera el Banco Mundial el año 1979, en el marco de la llamada "reforma estructural", devenida luego Consenso de Washington, y lo refrendara el ALCA en fecha reciente.

Todo lo anterior permite una reflexión final: Si los acuerdos internacionales sobre derechos humanos, si las iglesias, si los políticos de centro y de izquierda, si las organizaciones de trabajadores, si los gobiernos, si los parlamentos y los electores en la intimidad de sus hogares coinciden en que un niño, un discapacitado, un viejo, una mujer, un cesante, no pueden ser discriminados a la hora de ver cubiertas sus necesidades de salud, alimentación, educación, recreación, casa y vestimenta - a pesar de no estar incorporados al proceso productivo - entonces deberá buscarse la forma en que la propiedad de los medios de producción de la riqueza, cualesquiera que ellos sean, devenga colectiva, se convierta en el patrimonio común de todos, del Manifiesto Comunista.


En un mundo donde el trabajo será un bien, un regalo para unos pocos, ésta será la única forma de lograr la utopía: "De cada cual según su capacidad, a cada cual según su necesidad".


Un solo país del mundo en desarrollo, Cuba Socialista, no ceja en su empeño de asegurar a todos sus ciudadanos la cobertura de sus necesidades básicas de educación, salud, cultura y recreación, y lo logra sin Bolsa de Valores.